domingo, 10 de junio de 2018

Sueño roto


Y volví a pisar esta tierra. Y volví a sentir el suelo bajo mis pies, una vez más, sin dejar de toser. Y sentí el rugido de las piedras y el llanto del cielo. Todo era un sueño roto, pero tan real que hasta lo podía tocar.
                Tantos proyectos y tantas esperanzas, sepultadas ahora por el paso de los años vacíos y por los restos inorgánicos… por el plástico.
                Nunca llegué a saber muchas cosas que sí conocieron mis abuelos. Y ellos nunca llegaron a conocer lo que sus padres sí… y la cadena continúa… ¿o no? Hace mucho tiempo que la gente comenzó a morirse. Sin remedio, sin cura. ¿Qué cura hay cuando todo lo que tienes alrededor es lo que te está destruyendo? Y construido con manos humanas. Una irónica autodestrucción.
                En fin, no quedaba otra que respirar y morir. No quedaba otra que cubrirse con cualquier cosa: trapos, mascarillas, peceras…. Cubrirse y esperar con paciencia a la muerte, dulce muerte que nos salvará del apocalipsis que nosotros mismos hemos creado. A no ser que se adelanten los malditos, esos que no sienten reparos al asesinar, que solo buscan su propia salvación, pretendiendo que de alguna manera vivirán eternamente.
                Y miré al horizonte y vi este mar grasiento, con olas de fétida espuma alcanzando la costa, alcanzando mis pies. Y vi que no había nada: un silencio sepulcral. El único rumor de las mareas, ya casi estancadas en susurros de muerte. Sin aves, sin peces… ¿qué son ya? Recuerdos. Y no míos, sino de otros que ya no están.
                No pude imaginar los rostros de aquellas civilizaciones en armonía. De aquellos que soñaban ignorantes con tener más y más. Con deshacerse de todo lo que ya no servía. Que fuera a parar al mar que contemplé.
                Eso es lo que me dejaron: silencio y muerte. Ni las aves de los libros, ni las aficiones de pesca, de caza, ni las calles limpias, ni el aire de las montañas. Esto es lo que queda.
                Sé que hubo mucha gente que mantuvo la esperanza hasta el final de sus días. E incluso sé que hubo gente que consiguió huir… ¿A dónde? No lo sé. De eso hace ya mucho tiempo. O quizá mucha distancia. Lo lejano ahora parece también lejano en el tiempo. Es imposible saber el año, del día. La estación. Son todas iguales.
                Me contaron muchas veces, con los ojos llenos de fantasías, que era posible huir de esta tierra, y volar, y ver todas esas cosas que no sobrevivieron hasta nosotros. Sí… esos colores, ese aire, esas criaturas… Esa comida deliciosa, esas personas maravillosas, esos seres impresionantes. Y dijeron que existía un mundo nuevo, un mundo muy lejos de aquí, en donde se refugiaron todos aquellos que consiguieron escapar de la muerte, de la extinción. Y que llevaron con ellos muchas de las criaturas que yo nunca pude ver. Y que ahora sonríen sus hijos, sus nietos, y que respiran sin ahogarse, y que se bañan en aguas cristalinas, y que juegan, y que viven…
                Y todas esas personas que me lo contaron, tan esperanzadas por dentro, tan demacradas por fuera como yo, están muertas ahora. Consumidas por los sueños rotos, por el desprecio de los antepasados.
                Y yo que miré el mar del silencio, el de las aguas negras y la profundidad de la muerte, solo anhelé encontrar el final de todo. Que nadie más tuviera que sufrir. Que nadie tuviera que respirar este aire.
                Y gasté lo que quedaba en mis pulmones grises.

miércoles, 23 de agosto de 2017

Un cuento de hadas

Siempre supe que todo era un cuento de hadas. Lo supe nada más verte, nada más caer rendido a tus pies con las primeras luces del alba.
                Lo supe la primera vez que salimos para contemplar los dragones y todo el esplendor que cae desde sus alas al volar. Y del fuego que amenaza entre las fauces cuando tratan de domarlos.
                Y lo supe desde la tarde en que fuimos hasta el río cogidos de la mano, como si nada más importase, con el sol dándonos en el rostro y sofocando nuestra respiración. Sin embargo, yo creía firmemente que no era el sol el único causante de tal dificultad.
                Pues eran tus manos cálidas, tus labios como rubíes, tus ojos grandes como esmeraldas, brillantes como diamantes. Tus besos en mi boca, suaves como el terciopelo, inseguros por el qué dirán.
                Era todo un cuento de hadas que parecía realidad. Lo supe porque te quería más que a mi vida, e incluso cuando nada quedaba en el campo me inventaba cualquier excusa con tal de ir a verte una vez más. Soñaba con nunca separarme de ti, noche tras noche.
                Y cada amanecer el rugido infernal de los dragones me desperezaba de ese increíble sueño en el que no existían barreras para nuestro deseo. Porque los sueños moldeables es lo más realista para escaparse de la realidad.
                Y me decías una y otra vez lo mucho que te preocupaba que nos descubrieran, que nuestro amor era prohibido. Que nos tirarían piedras a las ventanas. ¿Qué más da? Las ventanas se pueden arreglar, un corazón roto no.
                Lo supe el día en que nos escapamos al monte con una cesta de comida. Nos quedamos atrapados en una pequeña grieta en la tierra por la lluvia torrencial. Era verano, claro, ¿cómo predecir el tiempo en una época tan fastidiosa? Pero aquel día fue increíble. Las luciérnagas de cristal volaban por todas partes y nos hacían compañía con su melodía de luces. Y las apacibles flores de ojos anaranjados se abrían como todas las noches y nos saludaban con sus pequeñas hojas como manos.
                Quizá fue aquel día en el que me di cuenta de que todo era un cuento de hadas. Yo lo intuía, pero no era capaz de verlo. No quería que nada de aquello terminase.
                La lluvia amainó muy de madrugada, y nos encontró buscando las palabras precisas para que al volver no nos castigasen, pero no se nos ocurría nada sensato que decir. Y entre risas todo eran luciérnagas en nuestros ojos.
                Al final regresamos cogidos de la mano, sin importar quién pudiera vernos. Llegamos a la conclusión de que lo que tuviera que pasar, terminaría pasando. No podríamos ocultarnos por mucho más tiempo.
                Y el cuento de hadas se fue desnutriendo cada vez más. Mi Shun se desmoronaba en su familia, y yo me desmoronaba en la mía. Nos veían como bichos raros, como seres despreciables, y nos tenían confinados en un rincón distinto del universo, como si estuviera prohibido, con pena de muerte, amar.
                —Mime, vete a recoger los huevos al gallinero. Y como te pille de nuevo…
            —Sí, padre —respondía yo antes de que llegase a pronunciar su nombre, con miedo a que si lo hacía, este quedase consumido en el aire.
            Entonces las luciérnagas dejaron de cantar con luz. Los dragones dejaron de parecerme maravillosos y ya no les devolvía el saludo a las flores. Y cuando supe que tu alma se había ido a reunir con las estrellas una noche de invierno, una enfermedad incurable se apoderó de mi corazón.
            Me fui lejos. Traté de reunir pedazos de cuerdas de plata para poder alcanzarte en el cielo. Traté de pescar las estrellas para traerte de vuelta conmigo. Traté de volar por encima de las nubes a lomos de uno de los dragones, pero no quería subir más.
            Intenté tener tu mirada clavada en mis ojos. Lo intenté… pero no era más que un cuento de hadas.

domingo, 30 de abril de 2017

Con primaveras y otoños

Fue entonces que creció con la marea.
                Unas briznas de hierba acariciaron su piel y cerró los ojos, dejando volar su imaginación. Agrandando el corazón con cada brisa. Describiendo círculos en el suelo, con las manos dejadas.
                Era un mundo nuevo. Verde, caluroso y frío, con primaveras y otoños, donde nada más importaba porque nadie había. O nadie quedaba.
                Pensó que quizá sería una utopía. Un lugar sin personas arrasadoras. Quedaban árboles y bajo ellos no había cenizas. Los mares y océanos eran azules y verdosos, y muchas de las orillas, cristalinas.
                Los cielos despejados, las nubes blancas. Las rocas apiñadas naturalmente, sin esquinas, sin pisos, sin escaleras artificiales. Los ríos corriendo entre los árboles y las criaturas acercándose a sus aguas para disfrutar del agua que dejaba arrastrar los sedimentos de las montañas.
                Pero abrió los ojos, acunada por un viento frío. Y las briznas de hierba eran grises y los cielos estaban cubiertos de neblina.
                Quiso llorar, pero ya no le quedaban lágrimas con las que regar la tierra. Ni los troncos de los árboles cortados lloraban su savia, mucho tiempo atrás secada por el aire.
                Se levantó, pero no quería caminar. Lo único que deseaba es tener el poder en sus manos para convertir su sueño en realidad. O quizá, tal vez, para seguir soñando.

sábado, 21 de enero de 2017

Mera ficción

Se esfumaron los colores. Tan solo una negrura permanente en una tierra que antaño había sido fértil. Una tierra senil, devastada por el paso de los siglos, ignorada y reducida a cenizas.
                Todos la vieron morir. Quizá murieran antes que ella. Qué más importa eso. La cuestión es que ellos la mataron. Ellos convirtieron su hogar en un infierno del que no pudieron escapar. Y lo peor de todo es que eran conscientes de sus hazañas, de sus destrozos.
                Si tan solo hubieran cambiado su manera de pensar… Pero, ¿cómo iban a hacerlo? Si todos sus sistemas asentaban sus bases en el ansia de poder, en el ansia de querer, de explotar hasta la saciedad los recursos. En definitiva, de hacerse con todo lo que pudieran, sin pensar tan solo un instante en las consecuencias. ¿Para qué, si seguramente no vivirían para sufrirlas?
                Si tan solo hubieran trabajado para hacer de su hogar un lugar, no mejor, sino apacible. Un lugar de convivencia, sin cazas furtivas, sin deforestaciones, sin contaminación, sin sobre pesca… Pero todo eso ya no importa.
                Infértil.
                Así ha quedado su hogar. Vida apenas visible. Aire apenas respirable. Agua apenas potable. Animales al borde de correr la misma suerte por algo con lo que no tuvieron que ver.
                Si tan solo hubieran planteado un sistema diferente. Si tan solo hubieran cambiado la educación. Si tan solo no hubieran procreado de esa forma tan desmesurada…
                Faltaban casas. Faltaba agua, faltaba comida, faltaba dinero que se derrochaba desde las manos de los más afortunados, pero siempre para obtener otros beneficios que imponía aquella sociedad. En la que todo era consumo. Y si no consumías, morías.
                E irónicamente, la máxima conciencia del abuso recaía sobre las clases más humildes de la sociedad. Las que menos tenían, menos querían tener con tal de que el mundo fuese un poco más estable, con tal de que las comunidades tomasen conciencia del desastre inminente del que no podrían escapar.
                No escaparon. Y su hogar tampoco.
                Nada podría volver ahora a ese lugar inhóspito. Lo que antes hubo sido la urbe de la vida, ahora se convertía en un vasto cementerio.
                Aunque, tal vez, pudiera recobrar lentamente lo que una vez aconteció en él. Tendría que recobrarse de todos los males que le han causado. Tendría que volver a empezar desde cero, renovándose, renaciendo como el ave fénix, que tan atractivo resultó para muchas de esas sociedades, pero que, extrañamente, ignoraron la lección de reencarnación que ellos mismos habían creado.
                Quién sabe. Quizás algún día se encuentre una solución. Quizás algún día no sea más que una mera ficción.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Memoria en las estrellas

Miraba al mar en calma sentada sobre su roca. Las estrellas se reflejaban débilmente en la superficie del agua y la luna apenas era visible como una finísima franja en el cielo.
                La espada entre las manos, las yemas acariciando el filo. La hierba rozando la planta de sus pies y los ojos extrañados y melancólicos, transportados a un tiempo pasado en el que perdió más de lo que ganó.
                ¿Qué había sido aquello? ¿Por qué continuaba latiendo su corazón con tanta fuerza y tristeza? ¿Por qué lloraba todavía? Desde pequeña, había sido consciente de su fuerza, tanto física como psicológica y, sin embargo, después de la guerra todo el muro de poder que la envolvía se había desmoronado.
                Ahora que no quedaba más que las ruinas de lo que antaño había sido su hogar, ahora que casi todos sus seres queridos habían perecido sin que hubiera podido ayudarles a sobrevivir, su vida no tenía sentido. Pero continuaba mirando a las estrellas todas las noches. La tradición se remontaba al nacimiento de su pueblo, valiente y feroz, sencillo y espiritual. Los muertos vivían en los rayos de las estrellas. La luz que en vida proyectaban los ojos de todos ellos, se convertía en la luz que guiaba los caminos de aquellos que continuaban pisando la tierra.
                Ella lo creía firmemente. Por eso, todas las noches, miraba las estrellas. Hablaba con sus amigos y les dedicaba canciones. Hablaba con su familia y les dedicaba poemas. Y al tañer el alba, danzaba con los ojos lacrimosos hasta que le doliera todo el cuerpo. Así debía ser.
                Así había sido durante mucho tiempo, y ahora que solo ella y un puñado más de los suyos quedaban, todos fieros guerreros y guerreras, tendrían que recuperar las tradiciones de los campesinos, de la gente de a pie. Rendirles homenaje todas las noches y recobrar lo que una vez perdieron.
                Esas tierras, sí, eran suyas, y nadie ni nada impedirían que reuniera a los últimos para recuperarlas.
                Decidida, se levantó de la roca y contempló unos minutos más a sus familiares y amigos. Echó, también, una última mirada a sus ancestros y tiró un beso al aire. Después, danzó al ritmo de las canciones que cantaban las estrellas y cogió su espada.

                No podía hacer esperar a su vieja amiga la venganza.

martes, 1 de noviembre de 2016

En decadencia

Y muestran en decadencia un mundo perdido, de manuscritos borrados y enterrados por la tierra. Entre piedras sepultado, entre ruinas carcomidas. Que no ven en sus memorias implantado el eje de una civilización desconocida.
                ¿Quién querría conocerlo? ¿Quién desearía haberlo visto? No son más que palabrerías. No es más que un tiempo sin raíces, que ciudades destruidas y ardientes estrellas olvidadas. Resquicios de una vida que pensaba sería eterna, pero que alcanzó la eternidad tan solo al morir.
                Fueron grandes. Fueron ciertos. Fueron cientos enamorados, sorprendidos por maravillas que ellos mismos crearon. Sintieron que todo estaba a sus pies, que la naturaleza no tenía poder para frenarles. Pero qué equivocados estaban.
                Sumidos por el odio renacido, por ansias de control. Invocando las desdichas que ni ellos conocían, ni sabían que podrían con sus vidas terminar. Apagaron todo el fuego con fuego, y las llamas consumieron todo lo que habían imaginado. Hologramas tras sus ojos y cortinas quebradizas bajo un descendiente adinerado.
                Compuestas las canciones de grandeza que no llegaron a escuchar. La atención era pobre para una persona rica. Tan solo sus oídos se centraban en la gloria. Tan solo sus manos manejaban las joyas de las más antiguas reinas.
                Y dijeron que no al resto. Que no había problema. Que estaba todo controlado bajo un mismo lema: “Somos poderosos, no hay de qué temer”. Y sus sonrisas se apagaron con ojos que les intentaban enternecer.
                Pero sí, solo escuchaban sus canciones, las palabras de los súbitos carecían de valor. Decían una y otra cosa, y les salía por las orejas. Quizás alguna vez a uno le entró preocupación, pero no vieron el resto más ecos de buena reputación.
                Y terminaron así, destrozados por ellos mismos. No abrieron las ventanas a la verdad del universo. Cegados por un mundo creado por los ciegos. Y olvidados están ahora tras las puertas del tiempo y el espacio. Algún arqueólogo de otro lugar descubrirá la avaricia del humano, y verá en sus ojos muertos la exaltación por lo mundano, por aquello que no estaba más allá de sus manos. Que no querían remendar los males sino vivir sobre sus sombras.
                Pero quién sabe si algún día esto será revivido, pues quién querría en esta vida llorar por estragos de un mundo carcomido.

domingo, 9 de octubre de 2016

Dulces pensamientos de un hobbit enamorado

En un agujero en el suelo, vivía un hobbit.
                No son mis propias palabras, lo sé. Sé que no es cortesía desacreditar al señor Bilbo Bolsón, pero no puedo más que cogerlas prestadas para poder expresar todo lo que siento.
                Son muchas experiencias vividas, que Rosita me perdone. Pero después de todo lo que he pasado, junto a él, no puedo más que dejar que mis ojos brillen, tanto de tristeza como de felicidad cada vez que le veo. Y es que por mucho que me esmere en dejar perfecto su jardín, nada es más perfecto que él, mi señor.
                Por esto, he de tomar prestadas las palabras del viejo Bolsón. Pues ahí vivía, en efecto, y vive, por suerte para mis ojos.  Pero no tanto para mis manos.
                Sí que han pasado tantas cosas… desde que partimos de la Comarca, en única compañía, desde que nos encontramos a Merry y a Pippin y desde que llegamos a Rivendel. ¿Quién iba a imaginar que, a partir de ahí, nos esperaban tantas otras aventuras? Nadie, por supuesto. Yo ni en mis más remotos sueños. Pero así fue y, aunque todo haya sido sufrimiento y nostalgia por las buenas cosas, no hemos hecho más que agrandar la felicidad en el mundo, incluso a aquellos que vivían en la ignorancia. No nos lo agradecerán nunca, pero no es nada que me preocupe. Solo sé que obramos bien.
                Concluimos el viaje hace bastante tiempo, pero no el suficiente para alejarme de ti.
                Hemos recorrido tantos caminos de la mano, que fue inevitable que te llorase cada vez que te alejabas del mundo, convirtiéndote en una sombra a medida que nos acercábamos más y más a Mordor. Pero yo no me rendí nunca. ¡Jamás me iba a rendir! No podía abandonarte. Mi corazón no podía abandonarte.
                Ni en la más absurda tristeza consiguió la oscuridad que te soltara de la mano y continuar caminando a tu lado, llevándote en mis brazos o dándote ánimos para seguir, a pesar de que en mi cuerpo no quedaba apenas vida. Me daba igual morir si era para lograr tu propia supervivencia.
                Quiera mi vida morir por ti. ¿Qué más me daba? Se cerrarían mis ojos para siempre, y no te podría ver más. Pero, a pesar de mi único dolor, era necesario que, llegado un momento de tal desesperación, tú fueras el que permaneciese en pie hasta el final de todo.
                Pero ¿qué digo? No fue así. Y no es esa cosa lo que me atañe, más que describir cada una de las sensaciones que me produce observarte.
Ojos soñados y brillantes,
suaves caricias de la brisa
en tu pálida piel.
Remotos sueños inalcanzables
que estirando los brazos
desearía tocar.
Vives a mi lado y te tengo cerca
pero nunca tan lejos te hube de mirar.
                Son vagas palabras cantadas por mis labios. Nunca podré expresar tales emociones con aire que salga de mi boca, pero es lo más parecido que puedo dedicarte, en la penumbra, escondido tras las flores de tu hogar. Conteniendo los latidos de mi corazón cuando te acercas demasiado y, sobre todo, cuando me sonríes recordándome todas las experiencias vividas.
                ¿Por qué me haces esto, oh señor Frodo? ¿No podrías olvidarme y enterrar mis deseos junto con las raíces de tus plantas?
                En un agujero en el suelo… sí, lo leí, y me arrepiento de ello. Quisiera tener la capacidad de expresarme tan bien como lo hizo en su momento el señor Bilbo Bolsón, para poder escribirte cartas anónimas en las que no se escapase ni un solo ápice de mi amor. Porque nada es más complicado de describir que lo que este hobbit siente por su amo.
                Olvidada ya Rosita. Quisiera tener una rosa cada día para regalarte. Pero una en la que siempre se aprecie todo el esfuerzo tras el regalo. Quizás acompañada de unos breves versos en una pequeña postal. Nunca se me dio mal eso de la poesía, ¿verdad?
                Pero en fin, ¿qué más podría decirte? Nuestros caminos son uno solo, pero uno solo que no conduce mucho a donde yo quisiera llegar. Sin embargo, no he de quejarme, señor Frodo. Todos sabemos que los hilos no se rompen, y que es muy complicado crear unos nuevos cuando ya hay viejos establecidos.
                Con te compadezcas de mí, aunque puede que merezca compasión.
                Tan solo quiero disfrutar de tus ojos y de tus sonrisas todo lo que me queda por delante de vida. Ya sea bajo el sol o bajo un fiera tormenta.